LA VENTANA
 Ella cerró sus ojos en una tarde de
abril. Tenía el alma cargada de tristeza, era el dolor de la soledad y el no
poder corresponderle a lo único que amaba. La lanza de la desesperanza  se atravesaba  en lo más vulnerable de su cuerpo, su corazón
y mientras una lágrima rodó por sus mejillas, un suspiro salió de su interior.
Ella quería apagar la vela que consumía su vida  y así culminar su sufrimiento. Sin embargo,
deseaba observar por última vez todo lo que la rodeaba y así llevarse a la inmortalidad
la imagen de lo que ahora estaba dispuesta a abandonar.
Abrió nuevamente sus ojos,  tomó otro 
trago de vino y dejó la botella en el piso. Vio la fotografía de su
amado esposo en la mesita de noche, entonces lloró y entre lamentos entonó la
canción que los unía.  
Se aferró al portarretrato, echó un
vistazo a su  lúgubre  habitación, su viejo ropero, su empolvado
tocador; Se fijo en su espejo y notó que tenía la cara  algo pálida, la mirada perdida y el cabello
despeinado, sus ojos estaban rodeados del matiz morado que produce el no dormir
por la ansiedad y sus labios estaban húmedos por el  licor. 
 Se levantó de la cama y su cabeza giraba por
la embriaguez. Se asomó por la ventana y vigiló durante diez minutos el
panorama. Estaba totalmente asombrada, pues  nunca se había detenido a ver lo que sucedía  detrás de la ventana. Observó con delicadeza
la ciudad que la acorralaba, los gigantescos edificios, las extensas carreteras,
los autos de un lado para otro y la gente que caminaba estresada e indiferente
a su desgracia. Fue entonces cuando un sentimiento inexplicable colmó toda su
alma y su mente voló, Voló hacia las experiencias más olvidadas que habitaban
en su memoria.   
Recordó que un día cuando era niña y
parada en el balcón café de barandas blancas 
que había en  su vieja casa, aquella
que compartía con su anciano y cansado padre y  su abnegada madre, se fijó  en las inmensas  montañas que la rodeaban entonces, extendió sus
brazos y aun por más grande que fuera el mundo, ella sintió que lo tenía en sus
manos. Recordó también que después de ese día todas las mañanas salía al balcón
a contemplar lo que poseía. 
Un frío fúnebre invadió su habitación,
sus manos estaban congeladas, sus labios resecos y su mirada fija en el
horizonte. Estaba hipnotizada por el instante, el viento corría suave y helado
entre su cabello rojizo, las cortinas se batían de un lado para el otro, el
cielo estaba más azul que de costumbre, el sol más brillante que nunca y  sus pies danzaban inconscientemente al sonido
de un grupo de pájaros que cantaba el eco de la libertad. Ella extendió
sus  brazos y evocó nuevamente momentos
de su niñez, se sentía plena y tranquila. Estaba disfrutando lo que apreciaba. Se
mantuvo así por algunos dichosos segundos, hasta que ese gozo fue interrumpido
porque la idea de acabar con su vida volvió a su mente. Pensó entonces  en saltar por la ventana para volar con  aquellos pájaros que cantaban  junto a ella 
y  poder así sentir la felicidad
que brinda la libertad. Tener en los segundos definitivos de su vida y por
ultima vez el placer que de niña sentía. Se inclinó sobre la  ventana, cerró sus ojos e imaginó cómo sería
morir, por lo que se preguntó qué vendría para ella  después de arrojarse al vacío y si en verdad
valía la pena escapar de esta forma de lo que la agobiaba. 
Entonces se sintió cobarde,  pero aun así quería continuar  y cuando estaba a punto de  hacerlo alguien tocó la puerta de su
habitación,  su corazón latía tan fuerte
que se confundía con los golpes en la madera, su cuerpo estaba sudando y
completamente erguido, su tensión estaba en lo máximo, ella estaba literalmente
al borde de la muerte. De repente se tranquilizó  y  abrió
sus ojos. Respiro profundamente y se bajó de la ventana, puso los pies en el
suelo, escondió las botellas de licor, caminó hacia la entrada y abrió el
portillo. 
 Era su esposo vestido de negro, con un  ramo de rosas blancas en sus manos y los ojos
húmedos  por las lágrimas;  Él entró y sin determinarla se dirigió a la cama,
se arrodilló junto a ella y suplicó perdón,  acarició su rostro, coloco las flores en sus
manos, se derribo en llanto y con voz entrecortada le dijo que no había sido
necesario.
Ella continuaba parada en la puerta.
Estaba trastornada pues no comprendía lo que estaba sucediendo y  con algo de duda e incertidumbre le pregunto   - ¿Cómo es que estas ahora conmigo? Entonces
caminó hacia él y quedó totalmente desconcertada al verse sobre la cama con su
colorida piel, ahora blanca, sus labios morados y  su cuerpo inmóvil. Sus ojos se abrieron al
máximo y no podía pronunciar palabra, entonces comprendió lo que sucedía. 
Camila se sentó junto a la cama y
tomó la mano de su esposo al que un año atrás había sepultado y al oído le
susurró  –ya todo terminó. Perdóname,
ahora solo quiero que seamos felices los dos- Su esposo dejó  de llorar y con temor en sus palabras  le dijo que no comprendía el porqué de su
decisión ya que a pesar de los problemas él nunca había renunciado a vivir por
el amor que se tenían. Esa  tarde de
aquel paradójico abril, cuando la vio por primera vez, no imagino que la amaría
como la estaba amando y agregó    –ahora
soy yo quien lamenta haber visto en la impotencia cómo se consumía tu vida- Entonces
ella se puso de pie,  con ternura lo
contempló  mientras le acariciaba el
cabello y comprendió que ahora su  amor
sería eterno.  Lanzó una mirada que
suplicaba perdón y vio por última vez su cadáver, dio vuelta y en un momento de
placidez sonrió frente a la ventana y se lanzó hacia la eternidad en busca de
su felicidad.
Camila murió una calida tarde de
abril cuando embriagada por la desdicha y el alcohol cerró sus ojos y nunca más
los abrió, en sus manos y aferrada a él como una novia que camina hacia altar, se
encontró un ramo de rosas blancas que nadie pudo arrebatarle.