miércoles, 23 de octubre de 2013

LA VENTANA


LA VENTANA

 Ella cerró sus ojos en una tarde de abril. Tenía el alma cargada de tristeza, era el dolor de la soledad y el no poder corresponderle a lo único que amaba. La lanza de la desesperanza  se atravesaba  en lo más vulnerable de su cuerpo, su corazón y mientras una lágrima rodó por sus mejillas, un suspiro salió de su interior. Ella quería apagar la vela que consumía su vida  y así culminar su sufrimiento. Sin embargo, deseaba observar por última vez todo lo que la rodeaba y así llevarse a la inmortalidad la imagen de lo que ahora estaba dispuesta a abandonar.
Abrió nuevamente sus ojos,  tomó otro  trago de vino y dejó la botella en el piso. Vio la fotografía de su amado esposo en la mesita de noche, entonces lloró y entre lamentos entonó la canción que los unía. 
Se aferró al portarretrato, echó un vistazo a su  lúgubre  habitación, su viejo ropero, su empolvado tocador; Se fijo en su espejo y notó que tenía la cara  algo pálida, la mirada perdida y el cabello despeinado, sus ojos estaban rodeados del matiz morado que produce el no dormir por la ansiedad y sus labios estaban húmedos por el  licor.
 Se levantó de la cama y su cabeza giraba por la embriaguez. Se asomó por la ventana y vigiló durante diez minutos el panorama. Estaba totalmente asombrada, pues  nunca se había detenido a ver lo que sucedía  detrás de la ventana. Observó con delicadeza la ciudad que la acorralaba, los gigantescos edificios, las extensas carreteras, los autos de un lado para otro y la gente que caminaba estresada e indiferente a su desgracia. Fue entonces cuando un sentimiento inexplicable colmó toda su alma y su mente voló, Voló hacia las experiencias más olvidadas que habitaban en su memoria.   

Recordó que un día cuando era niña y parada en el balcón café de barandas blancas  que había en  su vieja casa, aquella que compartía con su anciano y cansado padre y  su abnegada madre, se fijó  en las inmensas  montañas que la rodeaban entonces, extendió sus brazos y aun por más grande que fuera el mundo, ella sintió que lo tenía en sus manos. Recordó también que después de ese día todas las mañanas salía al balcón a contemplar lo que poseía.

Un frío fúnebre invadió su habitación, sus manos estaban congeladas, sus labios resecos y su mirada fija en el horizonte. Estaba hipnotizada por el instante, el viento corría suave y helado entre su cabello rojizo, las cortinas se batían de un lado para el otro, el cielo estaba más azul que de costumbre, el sol más brillante que nunca y  sus pies danzaban inconscientemente al sonido de un grupo de pájaros que cantaba el eco de la libertad. Ella extendió sus  brazos y evocó nuevamente momentos de su niñez, se sentía plena y tranquila. Estaba disfrutando lo que apreciaba. Se mantuvo así por algunos dichosos segundos, hasta que ese gozo fue interrumpido porque la idea de acabar con su vida volvió a su mente. Pensó entonces  en saltar por la ventana para volar con  aquellos pájaros que cantaban  junto a ella  y  poder así sentir la felicidad que brinda la libertad. Tener en los segundos definitivos de su vida y por ultima vez el placer que de niña sentía. Se inclinó sobre la  ventana, cerró sus ojos e imaginó cómo sería morir, por lo que se preguntó qué vendría para ella  después de arrojarse al vacío y si en verdad valía la pena escapar de esta forma de lo que la agobiaba.
Entonces se sintió cobarde,  pero aun así quería continuar  y cuando estaba a punto de  hacerlo alguien tocó la puerta de su habitación,  su corazón latía tan fuerte que se confundía con los golpes en la madera, su cuerpo estaba sudando y completamente erguido, su tensión estaba en lo máximo, ella estaba literalmente al borde de la muerte. De repente se tranquilizó  y  abrió sus ojos. Respiro profundamente y se bajó de la ventana, puso los pies en el suelo, escondió las botellas de licor, caminó hacia la entrada y abrió el portillo.
 Era su esposo vestido de negro, con un  ramo de rosas blancas en sus manos y los ojos húmedos  por las lágrimas;  Él entró y sin determinarla se dirigió a la cama, se arrodilló junto a ella y suplicó perdón,  acarició su rostro, coloco las flores en sus manos, se derribo en llanto y con voz entrecortada le dijo que no había sido necesario.
Ella continuaba parada en la puerta. Estaba trastornada pues no comprendía lo que estaba sucediendo y  con algo de duda e incertidumbre le pregunto   - ¿Cómo es que estas ahora conmigo? Entonces caminó hacia él y quedó totalmente desconcertada al verse sobre la cama con su colorida piel, ahora blanca, sus labios morados y  su cuerpo inmóvil. Sus ojos se abrieron al máximo y no podía pronunciar palabra, entonces comprendió lo que sucedía.
Camila se sentó junto a la cama y tomó la mano de su esposo al que un año atrás había sepultado y al oído le susurró  –ya todo terminó. Perdóname, ahora solo quiero que seamos felices los dos- Su esposo dejó  de llorar y con temor en sus palabras  le dijo que no comprendía el porqué de su decisión ya que a pesar de los problemas él nunca había renunciado a vivir por el amor que se tenían. Esa  tarde de aquel paradójico abril, cuando la vio por primera vez, no imagino que la amaría como la estaba amando y agregó    –ahora soy yo quien lamenta haber visto en la impotencia cómo se consumía tu vida- Entonces ella se puso de pie,  con ternura lo contempló  mientras le acariciaba el cabello y comprendió que ahora su  amor sería eterno.  Lanzó una mirada que suplicaba perdón y vio por última vez su cadáver, dio vuelta y en un momento de placidez sonrió frente a la ventana y se lanzó hacia la eternidad en busca de su felicidad.


Camila murió una calida tarde de abril cuando embriagada por la desdicha y el alcohol cerró sus ojos y nunca más los abrió, en sus manos y aferrada a él como una novia que camina hacia altar, se encontró un ramo de rosas blancas que nadie pudo arrebatarle.  

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